4 mar 2010

Viajero nocturno


Nunca había esperado al bus como hace un par de días. Acabábamos de dar una visita cultural por la ciudad y nos disponíamos a volver a casa. Empezaba a llover, la ciudad olía a gris y la multitud se resguardaba. Un poco de agua, fría y dispersa, para refrescar las ideas. Sin embargo el autobús se retrasaba y mi mente empezó a divagar sin ningún orden concreto. Una lástima, porque en ese mismo instante me cogieron desprevenidas las preguntas de un curioso desconocido.

Ojos azules, pelo blanco y acento inglés. Un tipo largo y delgaducho que, movido por la curiosidad me tocó la espalda y pregunto: Qué pone en tu chaqueta?. Creo que era la cuarta vez que me lo preguntaban ese dia, asi que respondí amablemente y me di la vuelta a seguir mirando si el autobús me dejaría mucho más tiempo bajo la lluvia que, aunque agradable a los sentidos, empezaba a dejarme helado de frio. El hombre de los ojos azules y acento inglés esperaba a mi lado, sin molestar, cuando de repente suelta la bomba:

¿Tu crees en Dios?. La pregunta de por sí es dificil, y suele despertar muchas otras preguntas igual de difíciles. La primera que me vino a la mente fue: porqué me preguntas esto en la parada del autobús? Mi respuesta fue un estándar del agnosticismo, resumido y respetuoso, y precavido. Insatisfecho por mi respuesta me contó su historia, de cómo había descubierto el amor de Dios en el 73, y no de una religión lo que consideraba podría ser mentira. Ese hombre me dejaba cada vez más sorprendido. Yo que pensaba que la lluvia incitaba a meditar, ahora me doy cuenta que no es comparable a la conversación de un desconocido.

El hombre del acento inglés me planteó desenfadadamente, con una despreocupación casi demente un gran dilema. Supongo que un dilema más personal que nada en el mundo, un dilema que nadie puede explicar por tí, y que ni siquiera alguien se podría explicar a si mismo. Sensaciones, experiencias y la certeza de algo superior, de un amor supremo siempre presente, supongo que eso es la fe. El hombre me sorprendió, me recordó lo que aún son para mí dudas sin resolver y que no resolveré quizás. Pero de repente volvimos al mundo. Vuelta a la calle mojada y los coches rodando, pasando, gritando. Vuelta del breve coloquio teológico cuando su autobús llegó.

Sus ojos azules tenían prisa, el fiel también cogía el autobús. El enajenado aspecto que desprendía se hacía cada vez más firme, pero su voz pronunció al despedirse, entre brincos y empujones, lo mejor de la conversación. Lo único que me demostró que no era un loco, que sabía donde estaba, que sabía para qué vivia, y que entre nosotros había muchas más cosas en común de lo que creia. Corriendo, pues el autobús se iba, mirándome sin mirar se despidió de una manera tan maravillosa como se presentó:

Sé feliz


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