28 jun 2010

Nabucodonosor

Todos los días lo intentaba. Golpeaba las paredes de su cuarto con puños y pies. Con la fuerza de su cuerpo entero o con la furia de su cráneo. Uñas, dientes, piel, sangre, sudor. Esas paredes estaban manchadas con formas casi humanas, pero de un humano obligado a vivir como un animal. Un humano que fue rey y se postró a cuatro patas, hundiendo su mirada en su propia lucidez, quedando sobre la cara dos ojos que sólo reflejaban estupidez. Estupidez en los mejores momentos, desesperación ante esa jaula en los peores. Eran aquellos días en los que la comida -si a eso se le puede llamar comida- no aparecía por debajo de la puerta. Esos días en los que el instinto primario no quedaba satisfecho y la razón, bajo el disfraz de la locura, buscaba una solución desesperada ya no por vivir, sino por sobrevivir.

Al principio contaba los días, y conseguía calcular hasta en qué época del año estaba. Pero la habitación cambiaba al mismo ritmo que cambiaba él. Las estaciones cambiaron, el frío se hizo eterno, la luz inexistente. La enorme oscuridad de un cuarto cerrado es mayor cuando afuera no existe el sol. Las mismas paredes emanan sombras, y la pobre bombilla de sodio que permanece se ahoga en su propio suspiro. Decidió, porque aún podía decidir, mantenerse cuerdo. Calculaba según sus propias necesidades lo que pensaba que era el paso del tiempo. Marcaba en la pared lo que se le ocurría que era un día. A veces llenaba una fila en apenas unas horas, y otras era incapaz de decidirse a apuntar en una semana. Pero no se rindió. El orgullo reinaba ahora en su mente. Signo, claro está, de que la locura ganaba terreno. Se pasaba horas enteras recitando de memoria todo aquello que se sabia. Desde el himno nacional, hasta los nombres de sus hijos, y de sus amantes. Poemas prohibidos, y canciones de amor cantadas durante años (y que, con sólo unos cambios se transformaban en una serenata de dolor), recetas de cocina, facturas de la luz y menús de los mejores restaurantes; la lista de capitales, de los reyes, de los animales, la tabla de multiplicar y hasta su propio nombre.

Cuando acabó, había expulsado hacia el vacío todo lo que tenía. Enmudeció y se quedó con la única capacidad de gruñir. No era capaz de oirse a sí mismo, pero su cerebro seguía hablando. El cuarto se había hecho más pequeño, más agobiante, más grasiento, más personal. Y ahí llegó, cuando se convirtió en algo personal, la venganza. Su humanidad salía a flote a través de los sentimientos, aunque fuera el más primitivo y sanguinario de todos. Las grandes causas, las que merecen la pena, suelen requerir el sacrificio de otros. En este caso ese otro podría ser él mismo si así conseguía su venganza. Conocía modos de hacerlo, crueles, realmente peligrosos y sangrientos que harían, y habían hecho, llorar al más fuerte de los hombres. ¿Pero contra quién vengarse? La furia estaba desatada pero no había contra quién expulsarla. Destrozó su cuarto, su celda, su vida y su prisión a la vez un millón de veces. Pero cada vez que despertaba, todo estaba en su sitio. Pero las heridas seguían ahí. Cada vez mayores, dolorosas y sangrantes. Pero no podía morir. Y la habitación cada vez era más pequeña.

Cuando los huesos apenan pudieron moverse, y se resquebrajaban con cada movimiento. Cuando la barba le llegaba hasta los pies, y su nariz y sus orejas habían crecido hasta lo grotesco, hasta la locura se cansó de estar con él. Era viejo, completamente desvalido; incapaz de hacer cualquier cosa pero completamente lúcido. Y seguía vivo. Despertó de su larguísimo sueño y miró alrededor a través de unos ojos translúcidos, casi ciegos. Ahí estaba el cuarto, pero no recordaba que ese cuarto fuera su prisión. No recordaba que no pudiera salir, ni que allí estubiera su desesperación. Por primera vez sintió, con la curiosidad de un niño, la necesidad de saber qué había fuera. No le importaba estar dentro, porque simplemente no entendía qué había sido para él todo ese tiempo. Se levantó, ayudado por manos invisibles, y desnudo como estaba se acercó a la puerta. Vieja y oxidada, era imposible hacer girar el manillar. Pero tan vieja como estaba, se rompió con sólo apoyarse el viejo sobre ella. Tropezó y trastabilló hasta casi caerse pero cuando recuperó el equilibrio lo vió. Recordó su celda, su carcelero y su delito. Fuera no había nada, ni cielo, ni tierra, ni aves, ni animales, ni plantas, ni por supuesto, personas. Pero allí era feliz, con el infinito entero para él. La nada más inmensa y vacía. La mayor de las jaulas, la mayor de las soledades.

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